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Vitalismo, materialismo y feminismo

 

di MONTSERRAT GALCERAN*

Los múltiples movimientos de mujeres que han tenido lugar a lo ancho del globo desde la segunda mitad del siglo pasado, han contribuido a poner en discusión muchas de las verdades consideradas eternas durante mucho tiempo, alterando las concepciones tradicionales en más de un sentido.

Han contribuido a que se considere como cuestiones sociales ámbitos del vivir antes reservados a lo privado, en especial todo lo relacionado con la conservación y la reproducción de la vida, incluida la sexualidad. Conceptos clásicos como los de naturaleza y vida, marcados anteriormente con una aureola de misterio e impenetrabilidad, empiezan a ser utilizados en un sentido distinto; dejan de ser considerados espontáneos para ser tratados como procesos sociales que deben ser objeto de políticas específicas. La vida ya no es algo que baste con no entorpecer, sino que se convierte en objeto de tareas específicas de cuidado para las que se precisan unas políticas determinadas. Y no digamos la sexualidad que, desde los análisis de Michel Foucault, ya no podemos ver desde el ángulo de la represión privada sino desde su configuración social y pública. Con eso los movimientos políticos del s.XXI tienen que empezar a hacer cuentas con problemas que escapan a la distinción clásica entre público y privado y que entran de lleno en la dimensión socio-cultural común de la existencia. Se convierten en temas “políticos” abiertos al conflicto y el disenso pero susceptibles por ello mismo de debate y de transformación.

A partir de estas premisas voy a intentar mostrar en este artículo cómo el vago concepto de vida, que había alimentado la filosofía vitalista a finales del s.XIX y principios del XX, da paso, especialmente por obra de pensadoras feministas, a un concepto más preciso que enraíza el pensar en el cuerpo y da cuenta de las experiencias de las mujeres, propiciando una nueva política. En este sentido enlaza con las preocupaciones biopolíticas tan propias de nuestra época.

 

Naturaleza y vida.

La estrecha relación establecida en muchas culturas entre naturaleza y mujer se acompañó tradicionalmente en la cultura europea con el establecimiento de una oposición dual entre vida natural y racionalidad moral, que extendía a la conducta femenina la supuesta irracionalidad de la naturaleza. Con ello se fortalecían prácticas discriminatorias y prejuicios que abarcaban, entre otros, la práctica de la sexualidad, la procreación y en ocasiones el propio cuerpo de la mujer tomado como “esencia de la feminidad”.

En este marco gozó de gran predicamento la denominada filosofía vitalista, según la cual lo característico de los seres vivos es estar dotados de un “principio de vida” (élan vital según la expresión francesa del filósofo Henri Bergson) que no deriva de su composición material. En sentido estricto significa que la vida no se reduce a la composición material de los cuerpos, tanto en cuanto a sus partes físicas como a sus componentes químicos y biológicos; en sentido amplio que los seres vivos y en especial los humanos son capaces de comportamientos de carácter “supra-sensible” que exceden de su corporalidad. Pero no se aclara en qué consista ese impulso vital. El concepto de “vida” resulta ser así un principio de explicación muy poco definido o, por utilizar la terminología de Michel Foucault, un concepto “periférico”[1].

El término vida se utiliza también, tanto entonces como ahora, para hacer referencia no ya a la fuerza vital de los seres vivos, sino a la experiencia del vivir en los seres humanos. Se incorporan ahí importantes cuestiones sobre la subjetividad, pero es de señalar que muchos de los filósofos que han reflexionado sobre ello, si bien han concedido importancia a los temas de la conciencia y la experiencia humana, no han incorporado la experiencia de las mujeres. Por eso es interesante remarcar el giro producido en estas cuestiones gracias a las reflexiones emprendidas por filósofas y sociólogas en los últimos decenios.

Cabe indicar que en lo que afecta al concepto de naturaleza históricamente se ha producido un curioso desplazamiento. Ya desde los primeros pensadores griegos la vida se presentaba  como algo ligado a la Naturaleza, a la que se entendía a su vez como un gran organismo viviente en el que se insertan los diversos seres vivos, entre ellos los humanos. En los pensadores clásicos su característica era justamente el que tiene en sí misma el principio de su “movimiento”, o sea la capacidad para mantenerse, cambiar y reproducirse. Aristóteles la definió como “aquello primero e inmanente a partir de lo cual crece lo que crece, […] aquello de donde procede en cada uno de los entes naturales el primer movimiento, que reside en ellos en cuanto tales […] y el elemento primero, informe e inmutable desde su propia potencia, del cual es o se hace alguno de los entes naturales” (Metafísica, libro V, 1014/5).

La ciencia moderna desplazó esa concepción y la sustituyó por un concepto de naturaleza como “materia prima” para el conocimiento y la actuación humana, de carácter preponderantemente masculino y dominador[2]. Así mientras que el conocer y actuar humano adquiría una marca de género masculino, la “naturaleza en cuanto que fuerza viva” se feminizaba. No sólo las mujeres formaríamos parte de ella en mayor medida que los varones por nuestra capacidad reproductiva, sino que, a la inversa, la propia naturaleza era, y sigue siendo, pensada bajo una figura femenina; es feminizada y dotada de atributos opuestos a los de la masculinidad. Y por eso mismo es presentada con los caracteres ambigüos atribuidos a “lo femenino”: poderosa pero desconcertante, impetuosa pero domeñable y siempre marcada por una desmesura irritante. Muchos de estos epítetos se usan al mismo tiempo para designar a las mujeres, a medio camino entre el temor, la fascinación y la ignorancia[3].

En lo que sigue quería presentar esa extraña confusión en la obra de algunos destacados pensadores que podemos calificar como “vitalistas” para ver posteriormente  cómo abordan el tema algunas pensadoras feministas contemporáneas que intentan repensar el vivir anclándolo en el cuerpo de las mujeres y abriendo camino a una resimbolización de la figura de la madre. En especial voy a referirme a la obra de Friedrich Nietzsche, Gilles Deleuze, Luce Irigaray y Rosi Braidotti.

 

El concepto de vida en Friedrich Nietzsche.

Es habitual considerar que el tema de la vida es fundamental en la obra de este autor, tanto en lo que se refiere a su consideración como energía que anima todo lo viviente, como por la importancia concedida a la experiencia humana[4].

En Más allá del bien y del mal, y en el marco de su diatriba contra los filósofos, dice el autor: “¿Queréis vivir `según la naturaleza´? ¡Oh nobles estoicos, qué embuste de palabras! Imaginaos un ser como la naturaleza, que es derrochadora sin medida, indiferente sin medida, que carece de intenciones y miramientos, de piedad y justicia, que es fértil y estéril e incierta al mismo tiempo, imaginaos la indiferencia misma como poder – ¿cómo podríais vivir vosotros según esa indiferencia? Vivir – ¿no es cabalmente un querer-ser distinto de esa naturaleza? ¿Vivir no es evaluar, preferir, ser injusto, ser limitado, querer-ser-diferente? Y suponiendo que vuestro imperativo `vivir según la naturaleza´ signifique en el fondo lo mismo que `vivir según la vida´-¿cómo podríais no vivir así? ¿Para qué convertir en un principio aquello que vosotros mismos sois y tenéis que ser?” (parag. 9, p. 28,  ed. cast).

Siempre “vivimos según la naturaleza” puesto que somos una parte de ella y sin embargo la moral, animada por una pretendida  “voluntad de verdad”, pugna por imponer una mesura humana a la indiferencia, el derroche y la ausencia de medida de la naturaleza. La ley o razón humana establece una contraposición de modo que mientras que la naturaleza es desmedida, la razón se ocupa de medir, mientras que aquella es imprevisible, el conocimiento permite prever, mientras que es indiferente, los seres humanos seríamos capaces de evaluar y preferir.

Nietzsche parece proponer un vivir conforme a la naturaleza o, tal vez mejor, transformar ese vivir en un tipo especial de arte, pero para eso tiene que imprimir un fuerte giro a la propia concepción de la vida. Si ésta no sabe del placer y del dolor, si es “fuerza desmesurada” e indiferente a sus excesos, pero a la vez tenemos que rechazar los torpes intentos de la moral por ponerle diques dados los tristes efectos que provoca, no habrá otra salida que aprender a vivir con esa desmesura, que aprender a “decir sí” a lo que el vivir comporta; medirse con el dolor y la ineluctabilidad inherente a la vida será la clave de su lectura de lo “trágico”[5].

A la fuerza de la vida Nietzsche la denomina “voluntad de poder” (parag.13, 34), expresión que podríamos traducir tal vez más exactamente como “fuerza o potencia  de afirmación”, puesto que el término “voluntad de poder” está lejos de cualquier carácter antropomórfico; “voluntad” no designa aquí el querer y la intencionalidad humanas de corte racional sino un complejo de sentimientos, pensamientos y afectos o estados psico-físicos de los seres vivos[6]. Puede leerse como “voluntad de potencia”, como acción y deseo pre-racional, siempre actuante en un complejo dinámico; como impulso de intensificar el vivir, de dar “libre curso” a su fuerza, que en Nietzsche está siempre marcada por la dominación sobre cualquier otra configuración  que se le enfrente o resista. La vida misma en tanto que “voluntad de poder”, comporta  “apropiación, ofensa, avasallamiento” (p. 222). Su campo de aplicación no es en absoluto armonioso y tranquilo, está sobrecargado de dolor, sufrimiento y muerte, y por eso aprender a afirmar la vida, implica una fuerte dosis de “crueldad”. En este punto encontramos ecos guerreros en la terminología nietzscheana que dan pábulo a sus interpretaciones más belicosas. Por ejemplo cuando dice: “Pues, ¡qué es la libertad! Tener voluntad de autorresponsabilidad. Mantener la distancia que nos separa. Volverse más indiferente a la fatiga, a la dureza, a la privación, incluso a la vida. Estar dispuesto a sacrificar a la propia causa hombres, incluso uno mismo. La libertad significa que los instintos viriles, los instintos que disfrutan con la guerra y la victoria, dominen a otros instintos, por ejemplo a los de la `felicidad´. El hombre que ha llegado a ser libre, y mucho más el espíritu que ha llegado a ser libre, pisotea la despreciable especie de bienestar, con el que sueñan los tenderos, los cristianos, las vacas, las mujeres, los ingleses y demás demócratas. El hombre libre es un guerrero” (El crepúsculo de los ídolos, Lo que los alemanes están perdiendo, parag. 38, P. 114/5).

Aparte de las aporías del concepto de libertad y del elitismo aristocrático de la cita, vemos que en este contexto las consideraciones de Nietzsche adquieren una notable marca de género que se extiende a la cuestión de la naturaleza, de la verdad y, como no podía ser menos, de las mujeres en tanto que seres humanos a las que casi por definición está vetado medirse con la vida.

Nietzsche “feminiza” la verdad a la que hay que seducir y penetrar “como a una mujer” y prolonga la similitud entre naturaleza y mujer para criticar la, entonces incipiente, emancipación de las mujeres, a la que considera una “desfeminización” que corre paralela a la decadencia de la época: “Lo que en la mujer infunde respeto y, con bastante frecuencia, temor es su naturaleza, la cual es “más natural” que la del hombre, su elasticidad genuina y astuta, como de animal de presa, su garra de tigre bajo el guante, su ingenuidad en el egoísmo, su ineducabilidad y su interno salvajismo, el carácter inaprensible, amplio, errabundo, de sus apetitos y virtudes…Miedo y compasión: con estos sentimientos se ha enfrentado hasta ahora el varón a la mujer, siempre con un pie ya en la tragedia, la cual desgarra en la medida en que embelesa…” (Más allá del bien y del mal, parag. 239, p. 189).

Sin exagerar podríamos concluir que la mirada masculina sexista y misógina de Nietzsche acompaña una interpretación de la naturaleza, la verdad y lo femenino que acaba desembocando en una exaltación de valores viriles que aumentan la dicotomía entre ambos sexos/géneros y refuerza la lectura belicista de sus textos[7].

 

El diálogo con Nietzsche de la teórica feminista Luce Irigaray.

Leer a Nietzsche desde una militancia feminista es cuando menos una empresa ardua e incómoda. A pesar de los reiterados esfuerzos por abstraer de nuestra condición de género y de entender que su lenguaje busca deliberadamente causar sorpresa y escandalizar a todos/as los/as bienpensantes, no dejan de incomodar sus reiteradas afirmaciones despectivas. Por eso resulta todavía más interesante, no sólo el modo en que Deleuze utiliza el texto nietzscheano para enfrentar la “desdualización” del pensamiento y abrir espacio a un pensar del devenir, como luego veremos, sino la lectura interpeladora de Luce Irigaray.

En su texto Amante marina. De Friedrich Nietzsche, publicado en 1980, la autora emprende un diálogo con el filósofo que intenta despojarnos de lo que la palabra masculina ha dicho sobre las mujeres. En el texto, escrito como una interpelación, señala que justamente eso es lo más difícil para la construcción de la subjetividad femenina: “Aquel espejo vuestro, en que me habíais convertido, lo he sumergido en las aguas del olvido – lo que vosotros llamáis la vida […]; ha sido necesario todavía desincrustar de mi carne vuestras insignias y los signos que me habíais grabado… Aquel fue el momento más penoso. Porque los habíais implantado tan profundamente en mí que casi no me quedaba nada de lo que partir para volver a la inocencia de mi vida. Casi nada para reencontrar mi devenir más allá de vuestros sufrimientos. Apenas un soplo, un hilo de aire y de sangre que decía: quiero vivir. ¿Por qué vivir tenía que ser siempre una desventura?, ¿por qué tendría que ser la prenda de vuestra miseria, la prueba de vuestra desgracia?” (p. 12/3). Plegarse al deseo masculino envenena el vivir de las mujeres.

Y prosigue: “dejadme ir” (p. 20).

Al  “irse”, el pensamiento feminista anclado en el cuerpo y en la experiencia del vivir por parte de las mujeres empieza a tejer un pensamiento de la diferencia y la pluralidad. De la diferencia porque la “diferencia de ser-mujer” funciona en el discurso dominante androcéntrico como una diferencia a recubrir, a desvalorizar culturalmente. Y eso dificulta para las mujeres la comprensión de nuestra situación en el mundo. Nos hace más difícil desenredar la trama de ocultaciones, mentiras y discriminaciones que recubre nuestra vida. Y de la pluralidad porque casi inmediatamente descubrimos la vacuidad del término “mujer” para designarnos, las profundas diferencias entre nosotras, la importancia de reconocernos como distintas y atravesadas por otros elementos diferenciales tales como la clase, el status, la raza, la orientación sexual,…y tantas otras. La historia de los movimientos feministas documenta hasta la saciedad ese constante vaivén de encuentros y conflictos que anima las luchas de las mujeres[8].

Ya los primeros textos literarios y filosóficos escritos por mujeres desafían abiertamente la concepción tradicional sobre “lo femenino” aunque no se  ajusten tampoco a la específica descorporeización del pensamiento androcéntrico. En particular una reflexión “vitalista”, como en cierto modo es la de Irigaray, no puede prescindir de la importancia del “nacer” para las propias mujeres. La experiencia de “traer el mundo al mundo”, de hacer crecer un cuerpo nuevo en el cuerpo propio, es una experiencia que, aunque vivida de modos muy distintos por las diversas mujeres, puede y debe ser objeto de reflexión y de simbolización. La cultura androcéntrica la expulsa del mundo de la palabra, desvalorizándola. El pensamiento feminista, al menos el de Irigaray y algunas otras pensadoras, lo recupera como un elemento importante en la construcción de la subjetividad femenina que nos permite reencontrar aquel concepto antiguo de “vida” como potencia de generar. “Vida” sigue siendo la palabra para designar el proceso de recreación y mantenimiento del vivir que, sin embargo no se caracteriza por la dominación, por el avasallamiento de lo “otro”, sino por una especial combinación de elementos heterogéneos que permiten justamente el “dar y transmitir la vida”, el hacerla crecer tanto en la naturaleza como en la cultura.

A partir de ahí podemos empezar a pensar  en rebasar el concepto clásico de sujeto-hombre, abriéndonos a la experiencia de “compartir la vida” sin necesidad de apropiárnosla en exclusiva. Éste seguiría siendo el límite del pensar nietzscheano. Así sigue diciendo Irigaray: “que no puedas completar esa excavación, éste es hoy tu límite. Y que no puedas disfrutar de la felicidad ajena como si fuera una embriaguez mayor para ti, he aquí tu mal. Tomar parte en la vida del otro sin robarle su bien, es la línea de horizonte que te rehúsas a traspasar. Cerco que no quieres romper. Piel que no quieres perder.

¿Tu enfermedad no es acaso que pretendes digerirlo todo en tu estómago?, ¿no es veneno para tu cuerpo y pócima que produce espectros, y tu obligación de ser ventrílocuo, y vómito de nada celeste?

En ti hay algo del otro que deviene en nada – que resiste a ser absorbido. Hay algo que deviene muerte – la diferencia de los cuerpos que pretendes superar así” (p. 21).

Podríamos decir con Irigaray que el pensamiento feminista antes que dominar la vida prefiere compartirla, inaugurando un pensar parcial y situado para el cual el enraizamiento del pensar en el cuerpo y en la experiencia práctica va a ser una cuestión fundamental. La revalorización de la experiencia de vida de las mujeres y la atención especial prestada al tema del cuidado que ésta exige para mantenerse y reproducirse conecta, por otra parte, con las preocupaciones de movimientos de mujeres de otras latitudes que, a partir de su cultura, piensan de modo positivo la vinculación entre la  naturaleza, la vida y las mujeres, sirviéndose de ello para la crítica de la violencia patriarcal.

Me refiero en especial a los temas tratados por Vandana Shiva y la corriente eco-feminista. En ella se da una vinculación especial entre los análisis teóricos y los movimientos de mujeres campesinas que defienden los bosques, la tierra o las aguas como base de su subsistencia, por lo que se abre un nuevo materialismo inmanentista, para el que la naturaleza, como fuera para los antiguos pensadores griegos, ya no es “materia prima” sino sostén del vivir. Las luchas de las mujeres pobres, justamente por el lugar que ocupan en las redes de subsistencia, aportan una experiencia que desestabiliza los discursos dominantes y que da aliento a un movimiento político que busca, en palabras de Vandana Shiva, una “democracia de la Tierra que defienda la paz, la justicia y la sostenibilidad”[9].

 

Devenir-mujer.

En la estela de filósofos como Nietzsche y Spinoza, el filósofo francés Gilles Deleuze cuestiona el pensar tradicional sobre el ser de las cosas para introducir el tema del devenir. Lo importante no es lo que las cosas son, ni siquiera cómo nos las representamos los seres humanos, sino cómo se transforman y se combinan, cómo “devienen”. Su modo de filosofar se compendia en la palabra rizoma: el pensar trabaja como un rizoma, conectando puntos, buscando simbiosis, extendiéndose en mil direcciones distintas, abriéndose camino y multiplicando las conexiones. El devenir, es decir el proceso incesante por el que todo cambia constantemente de modo inmanente, es una de las claves de su pensamiento.

 Pues bien, de un modo tal vez algo extraño este filósofo hace del “devenir-mujer” la clave de los otros devenires, “devenir-intenso”, “devenir-animal”, “devenir imperceptible”. ¿Por qué otorga a ese devenir-mujer un lugar prioritario?, ¿qué tiene el devenir-mujer que lo haga umbral de los otros?

En el texto escrito con Felix Guattari, Mil Mesetas (1980), texto emblemático de los años 80, los autores nos dicen que el binarismo de los géneros es una de las formas primarias de cortar el devenir, de construir subjetividades “molares”[10]. En consecuencia “todos los devenires son moleculares” (p. 277) justamente porque desestructuran las unidades molares y hacen que sus elementos se combinen con otros, también resultado de la desestructuración de sus respectivas unidades. En el proceso de su conjunción esos procesos construyen flujos por los que pasan nuevas percepciones, sentimientos y afectos: “hay un devenir-mujer, un devenir-niño que no se parecen a la mujer o al niño como entidades molares bien distintas…Lo que nosotros llamamos aquí entidad molar es, por ejemplo, la mujer en tanto que está atrapada en una máquina dual que la opone al hombre, en tanto que está determinada por su forma, provista de órganos y de funciones, asignada como sujeto” (p. 277).

Obviamente “devenir-mujer” no puede significar transformarse en esa entidad molar, sino crear en nosotros/as “moléculas de feminidad”, romper esa dicotomía y dejar fluir aspectos o dimensiones, “moléculas” que han estado formando parte de eso que llamamos “mujer”.

Ahora bien, ¿por qué el devenir-mujer precede a los otros devenires, qué hay en él que justifique esta afirmación? Los autores responden: “el problema es en primer lugar el del cuerpo – el cuerpo que nos roban para fabricar organismos oponibles – Pues bien, a quien primero le roban ese cuerpo es a la joven: “no pongas esa postura”, “ya no eres una niña”, “no seas marimacho”, etc. A quien primero le roban su devenir para imponerle una historia o una prehistoria es a la joven. El turno del joven viene después, pues al ponerle la joven como ejemplo, al mostrarle la joven como objeto de su deseo, le fabrican a su vez un organismo opuesto, una historia dominante. La joven es la primera víctima, pero también debe servir de ejemplo y de trampa. Por eso inversamente la reconstrucción del cuerpo como Cuerpo sin órganos, el anorganismo del cuerpo es inseparable de un devenir-mujer o de la producción de una mujer molecular” (p. 278).

¿Cuerpo sin órganos? No olvidemos que el Cuerpo sin órganos, como nos dicen los mismos autores en otro capítulo del mismo libro, puede entenderse como el cuerpo inorgánico, como la naturaleza de la que formamos parte, cuya energía compartimos y con la que interactuamos especialmente en la experimentación. Hacerse un cuerpo sin órganos es una práctica, una experimentación, e incluso un límite de esa experimentación que nunca se consigue y que pasa por deshacer las organizaciones que imitan organismos y hacer pasar el deseo por ellos. Pero siempre de modo prudente, ya que una desorganización acelerada haría caer un estrato sobre otro y conllevaría un riesgo de muerte (muerte física, psíquica o simbólica). Se trata de experimentar el lado “material, energético” del cuerpo, lado que está bloqueado y debilitado en la organización “orgánica” del cuerpo, es decir del cuerpo funcionando como un organismo: “el Cuerpo sin Órganos es el campo de inmanencia del deseo, el plano de consistencia propio del deseo” (p. 139).

Así pues se trata de hacer fluir un deseo que no tiene más lógica que la de mantenerse y agenciarse el máximo posible aumentando su consistencia y su intensidad, sin carencias, anudándose donde y como pueda. Esas uniones pueden ser “monstruosas” e inaugurar derivas fatales que des-estructuren hasta la muerte, razón por la cual siempre hay que conservar un punto de subjetivación: “deshacer el organismo nunca ha sido matarse, sino abrir el cuerpo a conexiones que suponen todo un agenciamiento, circuitos, conjunciones, niveles, umbrales, pasos y distribuciones de intensidad, territorios y desterritorializaciones medidas a la manera de un agrimensor…Hay que conservar pequeñas dosis de subjetividad, justo las suficientes para poder responder a la realidad dominante” (p. 165).

Esa cuestión tiene una enorme importancia política ya que permite pensar en prácticas políticas relativamente desinstitucionalizadas, experienciales, en las que se construya un “Cuerpo sin órganos”, es decir un encuentro virtuoso de subjetividades y códigos diversos y que, sin construir un organismo “molar”, pueda actualizar las energías transformadoras de las poblaciones.

 

Una lectura feminista de Deleuze de la mano de Rosi Braidotti.

Al hilo de estas nuevas reflexiones la importante teórica feminista Rosi Braidotti se distancia de una lectura que podríamos considerar “identitaria” de la subjetividad femenina (y masculina) para proponer en su lugar, en la línea de Irigaray y de Deleuze, el pensamiento de una nueva singularidad, del hacerse singular de cada uno/a a partir de sus propias experiencias y deseos, anclados en el cuerpo.

A la gran importancia dada a la distinción sexo/género en la tradición del feminismo angloamericano[11], contrapone la mayor incidencia de la relación sexo/sexualidad como núcleo de la construcción de la subjetividad, tal como es pensada en el feminismo europeo de la diferencia sexual. Por más que esa corriente haya sido tildada erróneamente de esencialista, Braidotti insiste en denominarla “materialismo encarnado o inscrito” por la importancia concedida al cuerpo. Para ella el carácter sexuado del cuerpo asigna la identidad morfológica y social y prefigura la actividad erótica para los sujetos humanos sexuados y socializados según un modelo dicotómico, mientras que el género designa el conjunto de mecanismos de poder cultural, ideológico, …que refuerzan aquella distinción. Si lo define como “materialismo encarnado” es porque justamente la posición de sujeto se construye sobre la materialidad carnal y sexuada del cuerpo, cuya consideración reafirma el vínculo primario que liga el cuerpo de cada uno y de cada una con el cuerpo de la madre que  le dio la vida y a la que Irigaray denominaba mater (madre)/materia.

Un cuerpo dice Bradotti, “es un segmento de fuerzas que tiene cualidades, relaciones, velocidades y tasas de cambio específicas. El denominador común de todos los cuerpos es que son materia inteligente dotada con la capacidad de afectar y ser afectada, de entrar en relación. En términos temporales, un cuerpo es una porción de materia viva que perdura a través de la experimentación de las constantes modificaciones internas que suceden al encuentro con otros cuerpos y con otras fuerzas. En ambos casos, el elemento clave radica en la capacidad del sujeto encarnado para experimentar encuentros e interrelaciones”[12].

Con eso el feminismo de Braidotti, al menos tal como lo entiendo y en cuya estela me sitúo, supone un giro profundo al vitalismo clásico. Como hemos visto éste se caracterizaba por acercar la naturaleza a la mujer y hacer de ambas un contrapunto al racionalismo masculino del pensar frente al vivir. Por el contrario ese “vitalismo feminista” no se presenta como contrario al pensar, sino como un pensar situado, que tiene en cuenta el sujeto de enunciación y las condiciones “experienciales” de sus enunciados.

Pero además el cuerpo no es presentado como un resto natural, como una superficie pasiva de inscripción de códigos culturales sino como una especie de interfaz activa bio-social, totalmente inmersa “en la industria química psicofarmacológica avanzada, en la biociencia y en los medios electrónicos”[13]. Nada más alejado de entender el cuerpo y la naturaleza por oposición a la cultura y el conocimiento, sino un intento valiente por situar la reflexión feminista en el  gozne entre estos dos ámbitos cuya separación impide visualizar las múltiples actividades de cuidado que el mantenimiento del cuerpo genera, al tiempo que invisibiliza la dimensión tecnológica del cuerpo socialmente construido en las sociedades contemporáneas. La sexualidad es uno de sus elementos constitutivos y la práctica de la sexualidad un proceso de enorme importancia en la configuración subjetiva, cuyo papel destaca el psicoanálisis al que se concede un lugar prioritario.

Estas posiciones se traducen en los textos de Braidotti en estímulos para una nueva política que trabaje con la experimentación. Dado que los sujetos humanos no somos entidades atómicas y preestablecidas sino cuerpos abiertos a la transformación por nuestra capacidad de afectar y ser afectados, la creación de vínculos aumenta, como ya veíamos en Deleuze, nuestra potencia común. El sentimiento de placer que esta experiencia nos provoca está en la base de una política gozosa que incrementa la intensidad. En la política feminista esto se traduce también en dar importancia simbólica a los vínculos con otras mujeres a las que se constituye en mediadoras, poniendo en cuestión la autoridad inapelable de la voz del Padre, como señala la propia autora en una clara referencia a Lacan.

Como no podía ser menos Braidotti refrenda su posicionamiento teórico con su propia experiencia vital. En una entrevista realizada por Rutvica Andrijasevich, a la pregunta sobre la importancia otorgada a la elección de objeto en detrimento del propio  movimiento del deseo, responde: “Tal vez mi propia experiencia es la única base sobre la que puedo sustentar mi opinión de porque no me satisface el énfasis que se pone en la elección de objeto. Mi experiencia de cómo devení lesbiana me habla de un desplazamiento de todo el imaginario erótico, al más profundo nivel de la atracción y la percepción del otro/a. Necesitaría hacer las cuentas fenomenológicamente con ello. Dado que un “otro/a” es un sujeto – es decir una red múltiple y dinámica de complejidades y no una identidad singular y simple – aprender a articular el “espacio entre nosotras” como un espacio de deseo, de intensidad y de comprensión es casi como aprender a hablar una nueva lengua. El deseo es una de las condiciones, pero también uno de los efectos de ese encuentro. No es sólo lo que se enciende en ti, sino también qué tipo de condiciones y de modos de presencia del otro captura en efecto  tu atención y colma la intensidad erótica. Desear a una mujer abría para mí las puertas de la percepción, pero eso no está relacionado solamente con la elección de objeto. Quiero decir que escoger un objeto “prohibido” era una precondición para romper los códigos y que, por consiguiente, tenía que construir o aprender códigos nuevos. Este es el momento de transformación: no hay nada implícitamente subversivo en querer a una mujer, o sea que esa experiencia para mi no significa que sólo me sienta atraída por mujeres, sino que soy atraída de otra manera, que las condiciones del deseo mutan y se transforman.

Las feministas han hablado abundantemente de este desplazamiento de las estructuras profundas del imaginario. […]La institucionalización del psicoanálisis freudiano lo ha vuelto conservador al enfatizar la importancia de la elección de objeto, unido a la manifestación de la pulsión. Esta visión a la antigua defiende una especie de termodinámica del deseo. Pero al poner mucho énfasis en los objetos de deseo socialmente aceptables o respetables por una parte y, por la otra, en la lógica entrópica de las pulsiones, no explica la geometría de las relaciones o el nivel molecular del deseo. Se trata de una visión muy limitada de la sexualidad”.

La materialidad del cuerpo y la importancia de la experimentación en las prácticas humanas, hace que la cuestión del deseo y la subjetividad deban tratarse de otra manera: “Para mi la sexualidad no está mediada lingüísticamente sino que se trata más bien de una práctica corpórea de experimentación que incluye relaciones múltiples y se afirma positivamente”, no se opone binariamente al poder, así como el vivir no se opone al pensar, sino que más bien, a partir de la cercanía de Deleuze y Guattari con el propio Foucault, el poder funciona como una red de captura de los muchos posibles y de unilateralización de ellos: “Los aspectos de negación o de confinación propios del poder operan, como Deleuze y Guattari sugieren, como una especie de reducción de múltiples potenciales de nuestros cuerpos y nuestros deseos a todos los niveles. El poder actualiza una especie de captura generalizada de nuestras intensidades y de nuestra perversidad polimorfa efectuando algo así como binarismo de género, el cual es, por otra parte, el componente mayor de aquella toma de posesión. El único camino para contrarrestar esa violenta desposesión es imaginar y poner en práctica vías alternativas de experimentar con nuestros cuerpos en relaciones múltiples con otros.  Sexualidad es un “work in progress”, es riesgo y exploración”[14].

 

Una nueva forma de política.

La política se ha concebido tradicionalmente como el arte de gobernar a las poblaciones por parte de una élite, en el mejor de los casos elegida. La metáfora del auto-gobierno presupone que las propias poblaciones no pueden gobernarse a sí mismas sino que deben elegir a un pequeño grupo que les represente. Rousseau lo atribuye al alto número de los implicados y a la dificultad inherente a un sistema de gobierno democrático: “no puede imaginarse –dice en El contrato social – que el pueblo permanezca constantemente reunido para ocuparse de los asuntos públicos”; de ser posible ese tipo de gobierno al que llama democracia, sólo lo sería en “Estados muy pequeños en que el pueblo sea fácil de congregar y en el que cada ciudadano pueda fácilmente conocer a todos los demás, […] en el que haya sencillez de costumbres, […] mucha igualdad, [...] y nada de lujos. [Y termina] Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres”[15]. Considera pues más adecuado un gobierno representativo o aristocracia electiva que reserve la toma de decisiones a los representantes elegidos por cantones, departamentos o regiones.

Sin embargo los teóricos de la democracia pasan por alto que se crea así una fuerte asimetría en el ejercicio del poder: los elegidos dicen gobernar en nombre de sus electores, pero éstos no tienen ninguna posibilidad de intervenir en la marcha de los asuntos públicos a no ser en la escasa medida de la elección de aquéllos. Cuántas más normas o procedimientos restrictivos se incorporen al proceso, como por ej. listas cerradas, exigencia de avales para presentarse a las elecciones, negación del voto a parte de la población por razones de status, de género, de raza, de residencia, …u otras, todo ello aumentará la asimetría entre gobernantes y gobernados. Combinada con otras diferencias y discriminaciones imperantes entre la población, y asegurado el control del poder por el mantenimiento en él de esa élite durante periodos largos configurará una “democracia elitista” en la que sólo una pequeña parte accede al gobierno de todos los demás.

En este marco los actores políticos reconocidos son los agentes institucionales, especialmente los partidos políticos. Eso afecta a los movimientos sociales, puesto que según la concepción clásica éstos sólo pueden poner de manifiesto los problemas que afectan a la sociedad pero son impotentes para gestionarlos; para ello hay que plantearlos al nivel político correspondiente. Podríamos decir que una vez revelados por la acción de estos movimientos, dichos problemas deben ser retomados por los agentes políticos y trasladados a la sede correspondiente o sea el Parlamento y sus comisiones. Las organizaciones políticas hacen de vehículos de transmisión entre los movimientos sociales y sus demandas, siendo la esfera política, la única capaz de tomar decisiones vinculantes. En su caso, si estos temas son recogidos por el partido gobernante podrán ser objeto de una acción de gobierno que implemente las normas o procedimientos correspondientes. Razón por la cual muchos movimientos desarrollan grupos de lobby para presionar a los políticos. Un caso paradigmático es el surgimiento en los movimientos feministas de grupos de mujeres que actúan como lobby en el marco de los partidos políticos o de organizaciones globales.

La acción política se ejerce pues en dos pasos: la sociedad se concibe como una base relativamente amorfa, segmentada en bloques ideológicos y de intereses que son representados por los Partidos. A ella se superpone la esfera política que es concebida idealmente como carente de ideología y de intereses propios puesto que debe gobernar para toda la población, cosa que sólo puede hacer en la medida en que cada grupo sea capaz de prescindir de sus propios rasgos característicos llegando a acuerdos con los Partidos contrarios, los cuales deben estar también dispuestos a ceder. Se impone con ello una política de pactos “en bien de todos” que se basa en la concepción de una sociedad civil de particulares enfrentados, opuesta a una esfera política en la que priman los acuerdos.

Ahora bien, las sociedades contemporáneas aún siendo extremadamente diferenciadas, están desarrollando en los nuevos movimientos sociales prácticas de encuentro y de entendimiento directo entre diferentes que no precisa de su reconciliación artificial en la esfera política. Los antagonismos se encuentran en otra parte e incluso pueden llegar a enfrentar la esfera política-representativa, en su carácter elitista-capitalista de gobierno, a las poblaciones que han sido reducidas a la obediencia debida. Cuando en el movimiento español 15M se grita a pleno pulmón que “no nos representan” se está dando expresión a esa grieta que rompe el edificio político institucional: la capa gobernante no garantiza el auto-gobierno pues la asimetría que lo caracteriza inclina la balanza reforzando otras asimetrías, ampliando y extendiendo la dominación que caracteriza el capitalismo global. Los gobiernos democráticos en esas cadenas de poder global tienden a garantizar, antes que otra cosa, la obediencia de sus representados ante las constricciones económicas existentes, disminuyendo velozmente su capacidad de incidencia en beneficio de estos últimos.

La emergencia del vivir como ámbito de regulación, tan certeramente señalada en los análisis foucaultianos de la biopolítica y la nueva concepción de la naturaleza, antes indicada,  se unen a esta crítica de las formas tradicionales de gobernar, contribuyendo a demoler la imagen tradicional de la sociedad civil burguesa y haciendo surgir en su lugar la idea de una comunidad humana cuyo interés común es justamente el proteger el vivir de la población de un poder depredador, ejercido sobre ella por aquellos que dicen gobernar en su nombre pero que son incapaces de protegerla y cuidarla.

Así, con la relevancia dada al principio de la “cuidadanía”[16], los movimientos feministas han sido de los primeros en poner de relieve que el activismo político incorpora todas esas dimensiones, que interpela imaginarios asentados en la identidad “molar” de los sujetos y cuestiona principios naturalizados de discriminación. En toda su amplia variedad, han alterado el modo clásico de concebir la política, politizando las cuestiones ligadas a los modos de vida e implosionando el arte tradicional de gobierno que tenía en la sumisión de las mujeres al orden impuesto uno de sus pilares fundamentales. Por eso la biopolítica contemporánea, en la medida en que coloca el vivir de las poblaciones en el centro de sus preocupaciones, no puede prescindir del feminismo y, a la inversa, cualquier proyecto de transformación social tiene que contar con él.

 

* Universidad Complutense de Madrid.

 

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[1] M. Foucault denomina “conceptos periféricos” aquellos que funcionan como indicadores epistemológicos de las prácticas científicas, delimitándolas y clasificándolas, pero que carecen de un objeto propio, 2006, 14.

[2] Diversos trabajos han incidido en esta cuestión en los últimos decenios. V. entre otros el clásico de C. Merchant, The Death of Nature, New York, Harper and Row, 1980 y Fox Keller, E., Reflexiones sobre género y ciencia, Valencia, ed. Alfons el Magnànim, 1991.

[3] Al inicio de Speculum L.Irigaray indica con sorna como el propio Freud en sus textos sobre la feminidad pone de relieve su ignorancia en lo que a la condición femenina se refiere abundando en el tópico del “eterno femenino” (Madrid, Akal, 2007, p.7).

[4] Entre los estudiosos de Nietzsche hay discusión sobre la influencia que las lecturas de ciencias naturales tuvieron en su filosofía. Para algunos éstas fueron muy importantes y se traslucen en la concepción de la vida como energía material biológica, mientras que para otros su pensamiento es de carácter básicamente  cultural-antropológico, pues lo importante es el valor concedido al vivir y no su carácter material. V. al respecto Ferraris, M., Nietzsche y el nihilismo, Madrid, Akal, 2000.

[5] “La psicología del orgiasmo entendido como un desbordante sentimiento de vida y de fuerza, dentro del cual el mismo dolor actúa como estimulante, me dio la clave para entender el concepto de sentimiento trágico, que ha sido malentendido tanto por Aristóteles como especialmente por nuestros pesimistas” (El crepúsculo de los ídolos, Lo que debo a los antiguos, parag. 5, 135).

[6] El término “afecto” (del latín affectus) es usado en el sentido de “estado de un cuerpo que recibe la afección de otro” especialmente en tanto que ésa aumenta o disminuye su  capacidad de obrar. Se trata pues de que los seres vivos son afectados por otros y como consecuencia se intensifica o se debilita su capacidad para vivir.

[7] Como sabemos la lectura en los medios nacionalsocialistas de los textos de Nietzsche privilegian el carácter bélico y destructivo de la afirmación del vivir, entendiendo la “voluntad de poder” en clave antropológica y haciéndose eco de la crítica de la decadencia europea. Heidegger introduce en este marco su propia lectura reforzando el carácter ontológico-metafísico de la filosofía nietzscheana a la que interpreta como un discurso sobre la capacidad de mando y la necesidad de obediencia. Para él la “voluntad de poder” no tiene carácter de fuerza o impulso, sino de mandato: “A pesar de ello si la palabra [voluntad] ha de ser algo más que un mero sonido, Nietzsche tendrá que decir en qué sentido hay que pensar lo que se nombra con la palabra “voluntad”. Y efectivamente lo dice: voluntad es orden (XIII, n.638 y ss). En el ordenar decide la convicción más íntima de la superioridad. De acuerdo con ello Nietzsche comprende el ordenar como el temple de ánimo fundamental de ser superior, y ser superior no sólo respecto de otros, los que obedecen, sino también y sobre todo, respecto de sí mismo” (Nietzsche, I, p. 521). V. Galceran, M., Silencio y olvido. El pensar de Heidegger durante los años 30, Hondarribia, ed. Hiru, 2004, pp. 227 y ss.

[8] Sobre este tema son particularmente interesantes tanto las aportaciones de las feministas lesbianas de los años 70 como de las feministas negras y de color con su crítica del feminismo “blanco” y occidental dominante, v. al respecto Wittig, M., Le corps lesbien, Paris, ed. Minuit, 1973 ( trad. cast. Valencia, Pre-Textos, 1977), Otras inapropiables, Madrid, Traficantes de sueños, 2004, Estudios postcoloniales, Madrid, Traficantes de sueños, 2008.

[9] Shiva, V., Manifiesto por una democracia de la Tierra, Barcelona, Paidós, 2006, p. 9. Shiva, V., Abrazar la vida. Mujer, ecología y desarrollo, Madrid, horas y HORAS, 1995, Mies, M. y Shiva, V., Ecofeminismo, Barcelona, Icaria, 1997.

[10] La diferencia entre “molar” y “molecular” es clave en estos textos. Por “molar” entenderíamos la dimensión de una conducta en que  se privilegia la continuidad sobre el momento y la organicidad del conjunto sobre las partes, mientras que lo “molecular” privilegia la contingencia, el encuentro y la interacción de los elementos sobre la unidad del conjunto. Los trabajos de biología molecular que se difundieron en la segunda mitad del siglo pasado con su crítica del “organismo” podrían estar, en cierto modo, en la base de esta distinción.

[11] En los últimos años la distinción sexo/género, que fue clave en el feminismo mainstream durante los 80/90, ha empezado a ser puesta en cuestión entre otras por J. Butler y su teoría de la performatividad. V. El género en disputa, Barcelona, Paidós, 2007. V. al respecto, Tubert, S., Del sexo al género, Valencia, Cátedra, 2003.

[12] Braidotti, R, Metamorfosis, Madrid, Akal, 2005, p. 127.

[13] Braidotti, R., Idem, p. 34.

[14] “Geometries of Passion. A Conversation with Rosi Braidotti”, por Rutvica Andrijasevic, en New Feminism. Worlds of Feminism, Queer and Networking Conditions, eds. M. Grzinic and R. Reitsamer, Löcker V., 2007.

[15] Rousseau, J.J., El contrato social, Madrid, Alianza, 1986, 3ª reimp., p. 73.

[16] “Cuidadanía” es un neologismo formado por una conjunción de las palabras “ciudadanía” y “cuidado” que pone el acento en la importancia dada en el pensamiento y la militancia feminista a las tareas de cuidado de la vida y de las personas para toda sociedad. En este sentido incorpora una fuerte veta anti-capitalista dado el carácter depredador de este sistema.

 

 

 

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